Mark Harper es un político conservador británico que saltó a la fama mundial en febrero de 2014 por un caso bastante particular en el que, según informaron en ese momento algunos medios, estaba involucrada una ciudadana colombiana.
Harper se desempeñaba como Secretario de Estado de Inmigración en la oficina del Ministerio del Interior de Gran Bretaña y lideró una campaña polémica –aunque muy propia de la visión política del actual gobierno de David Cameron–, para motivar el regreso a sus países de los ciudadanos extranjeros que no tenían formalizada su residencia.
Parte de esa campaña migratoria correspondía a una advertencia a los empresarios y, en general, a todas las personas que ofrecían trabajo, para que fueran rigurosos en sus contratos y verificaran que sus empleados tuvieran su documentación en regla y estuvieran habilitados para laborar en Reino Unido.
Precisamente, cuando Mark Harper quiso revisar de nuevo la documentación de la mujer que le ayudaba con la limpieza de su hogar desde abril de 2007, encontró una actitud reticente de su empleada. Después de una profunda investigación en su oficina, pudo determinar que la aseadora no tenía permiso para trabajar y que la papelería que había entregado en su momento presentaba inconsistencias.
A pesar de que él no cometió ningún acto ilegal, en menos de 24 horas el hasta ese momento Secretario de Estado de Inmigración, renunció a su cargo argumentando que “como ministro de inmigración, que está endureciendo nuestras leyes para controlar la llegada de extranjeros, debo mantenerme a un nivel mayor de lo esperado por los demás”.
Aunque sus posturas tenían francos detractores, la decisión de dimitir –que demostró su coherencia con las políticas que estaba implementando– fue aplaudida por un amplio sector político y de la sociedad civil. Incluso, el Primer Ministro británico, declaró “su pesar” por lo ocurrido y agradeció a Harper su labor para frenar la migración ilegal.
Conviene recordar este caso y su desarrollo por la mucha relación que tiene con hechos recientes que han llamado la atención de la opinión pública y que demuestran la tozudez de algunos funcionarios públicos colombianos, que se aferran a los cargos públicos con una determinación que solo exhibe sus intereses mezquinos, que no guarda ninguna relación con el beneficio común.
Hablo, por supuesto, de Jorge Armando Otálora, defensor del pueblo acusado de abuso laboral y sexual. Independientemente de su responsabilidad legal, pendiente de la investigación judicial, el cuestionamiento que pesa sobre su nombre hace ilógico que permanezca en una institución pública que tiene como misión la defensa de los derechos humanos de los colombianos.
También me refiero a un tocayo del señor Otálora, el magistrado Pretelt, que a pesar de sus múltiples escándalos encima y de ser acusado por la Cámara de Representantes del delito de corrupción, sigue empeñado en ser un defensor de la constitución colombiana desde la Corte.
¿Cuál es el adherente que tienen los cargos públicos colombianos en sus asientos? Evidentemente no es el servicio a la patria; mucho menos la coherencia con unos ideales superiores; ni tampoco el bienestar común de los colombianos y el de sus instituciones democráticas.
Solicitar a estos dos funcionarios que sigan el ejemplo de Harper sería como pedirle peras al olmo. Pero, al menos recordar la dignidad y coherencia que exige un cargo público, sirve para que los colombianos reflexionemos sobre la necesidad de exigirnos la búsqueda de la coherencia en nuestras acciones y de la legalidad en la vida cotidiana. Todos también ostentamos un “cargo” público: el de ciudadanos. Si no queremos más Otálora y Pretelt, procuremos parecernos lo menos a ellos.
Nota de cierre: probablemente en Colombia, donde se han inventado escándalos para destruir las carreras públicas de funcionarios honestos, haya que hilar más delgado. Pero, tampoco se discute que un funcionario coherente, que sobreponga el bien común a su interés personal, sabrá cuándo es mejor apartarse de sus funciones para dejar actuar a la justicia y preservar la legitimidad de las instituciones democráticas.
Columna publicada originalmente el 28 de enero de 2016 en el periódico El Mundo de Medellín.