Lo confieso: pocas veces he esperado a que un semáforo esté en verde para el peatón; me arrojo a cruzar la calle en cuanto veo la oportunidad. “Voy de afán”, me digo… “¡qué peligro quedarme parado en esta calle!”, me excuso… “no viene ningún carro, ¿acaso me voy a quedar aquí, esperando como un bobo?”, me justifico.

Sin embargo, cuando he viajado a otros países en donde es mucho más común respetar la señales de tránsito, cruzar por las cebras o caminar por los andenes de forma ordenada, siento arrojos de buen ciudadano y me dispongo a cumplir con estas normas. Me “civilizo” en medio de otros “civilizados” y me comporto como todo un señor.

En mi defensa –de nuevo me estoy justificando– diré que no soy el único, que he hablado con otros connacionales quienes me han manifestado su admiración por asuntos tan básicos en otras latitudes como que un auto se detenga ante una cebra y que el ciudadano peatón tenga prevalencia en la vía. En Colombia ni lo podemos creer… nos parece sacado de un cuento de hadas imposible en nuestra cotidianidad. “¿Cómo? Si aquí el que va en el carro es mucho más importante… ¡no ve el ‘taco’ que armaría!”.

Reflexiono… ¿Será posible que los colombianos nos hagamos mejores ciudadanos cuando cruzamos nuestras fronteras porque sentimos que afuera el mundo funciona diferente y no podemos sacar lo “incultos” que somos? ¿Será que nuestra cultura ciudadana está determinada por aquella frase popular “a donde fueres, haz lo que vieres”?

No tengo fórmulas mágicas sobre cultura ciudadana, pero intuyo que su consolidación pasa por la deconstrucción de imaginarios que tenemos sobre nosotros mismos y los espacios en los que nos movemos. Se requiere de trabajos constantes que aporten al afianzamiento de contextos que dignifiquen los comportamientos ejemplares y los convierta en modelos a seguir, en obligaciones que cumplir, en actitudes cotidianas que luego solo serán obvias… tan obvias como lo son ahora no respetar un semáforo o un cruce peatonal.

Las alcaldías de las dos ciudades principales de nuestro país, Bogotá y Medellín, han priorizado la cultura ciudadana como un eje trasversal en sus planes de gobierno. Además del comportamiento ejemplar que deben representar los titulares de estas administraciones, se requieren ejercicios duraderos que nos inviten a los ciudadanos a comprender que hay normas que deben ser cumplidas por respeto a sí mismo y a los demás.

También se deben aplicar sanciones para que la justicia, el cumplimiento de la norma y el respeto por la autoridad –que no es lo mismo que la obediencia ciega–, dejen de ser ideales distantes e ilusorios. Ejemplifico, precisamente con un caso de las que llamamos “sociedades civilizadas”: yo no creo que en Madrid, la totalidad de los ciudadanos crean ciegamente en la importancia de cumplir la norma de no realizar “botellones” en espacios públicos. Siento que, al menos un porcentaje importante de españoles, cumplen la ley porque le temen a la multa de 600 euros.

A la cultura ciudadana nunca le debe faltar la pedagogía, pero tampoco le sobra la sanción. A las autoridades les falta carácter y dar ejemplo, pero a los ciudadanos nos sobran excusas y exigencias siempre a los demás y pocas veces a nosotros mismos. Estaría muy bien que cada uno de nosotros adquiriera el compromiso de cumplir con aquellas normas que sabe que incumple en el día a día. Así procuramos el mejoramiento propio, por convicción, el ideal… Y cuando nos falle la voluntad, no sobra una sanción que nos recuerde que no vivimos solos.

Columna publicada originalmente en el periódico El Mundo el 11 de febrero de 2016.