A Diego Alejandro Torres lo conocen como “Osama” en las calles del centro de Medellín, aunque desde hace algunos meses partió de allí para “vivir” en las inmediaciones del Parque del Poblado, cerca de unos tradicionales puestos de comidas rápidas y un reconocido restaurante frecuentado por el gremio de los taxistas. La última vez que lo vi, hace un par de meses, dormía debajo de una carpa de un establecimiento comercial que en las noches permanece cerrado.
Le decían “Osama” por su aspecto físico: barba abundante y crespa, algunos trapos en la cabeza de vez en cuando y una vestimenta particular, negra casi siempre, compuesta por un buzo de tela suave y una especie de sudadera amplia. Es joven, quizá de unos 24 años, y cuando lo conocí, hace ya más un año, llevaba 24 meses viviendo en las calles.
Diego es una persona lúcida, con capacidad de mantener una conversación interesante y de explicar con claridad temas complejos. Incluso, se enorgullece de haber sido entrevistado en diferentes oportunidades. Luego, cuando me tenía más confianza y con un singular brillo en sus ojos, me confesó que “las entrevistas hacen que uno pueda expresar lo que uno siente. Es más, soy habitante de calle y ha sido lo mejor que me ha podido pasar a mí que alguien quiera que yo pueda expresar mis ideas, porque ha sido muy difícil que personas comunes y corrientes quisieran escucharlo a uno. Entonces, encontrar a unos amigos periodistas como ustedes que le den a uno la palabra, eso es algo muy bonito”.
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Se le atribuye a Séneca la frase “háblame para que te vea”, según la cual, la palabra –ese grandioso don del ser humano– se constituye tanto en oportunidad de reconocimiento del otro como en alternativa de visibilización de aquello que se desconoce o que no es tenido en cuenta, es decir, que es invisible hasta que no se pronuncia.
Recientemente, Cristina Esguerra publicó un artículo en Reconciliación Colombia titulado “¿Por qué es importante el lenguaje en la reconciliación?”, en el que recordaba el caso de Los Intocables en India, a quienes “mediante el simple método de no dirigirles la palabra y referirse a ellos como intocables se los reconoce como distintos e inferiores y se vuelven invisibles para los demás ciudadanos”.
En este sentido, estimado lector de esta columna, lo invito a que se detenga un momento en su lectura y se pregunte ¿a quién no le dirige la palabra?, ¿con quién no se daría la oportunidad de conversar?, ¿a qué persona o a qué tipo de persona sigue viendo con prejuicio aunque nunca se ha dado la oportunidad de escuchar?
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Diego Alejandro Torres, nuestro “Osama”, no es sinónimo de ropa sucia, mal olor, excesivo consumo de drogas o estupefacientes, ni mucho menos de robo. Sin embargo, por el solo hecho de ser categorizado por las palabras “habitante de calle”, pareciera que el peso de esas connotaciones de inmediato le cayeran sobre sus hombros.
Justamente, al reconocer el valor que tienen las palabras, tanto positiva como negativamente, es que se dimensiona la importancia de un proyecto como “Medellín se toma la palabra”, que precisamente hoy, jueves 30 de julio, celebra su segundo aniversario como iniciativa de la Alcaldía de Medellín y de la Universidad de Antioquia.
Este proyecto, al cual pertenezco, ha posibilitado cerca de 110 espacios de conversación donde más de 5.500 personas han hablado y con esto, se han hecho visibles al sentir que sus opiniones son valiosas para la transformación de la ciudad, que también atraviesa por la transformación de cada uno de nosotros.
Sea esta la oportunidad de recordar el valor de las palabras y cómo podemos convertirlas en puentes para unir, en caricias para nuestros seres amados o en oportunidades para vencer prejuicios y reconocer dignamente al otro.
Columna publicada originalmente el 30 de julio de 2015 en el periódico El Mundo de Medellín.