El profesor universitario, presentador y reconocido académico de la ciudad, Eduardo Domínguez Gómez, no tiene celular. Para contactarlo de urgencia para asuntos laborales o académicos se precisa contar con la suerte de que esté conectado a su correo electrónico en ese momento o que se encuentre disponible en el teléfono de su oficina.
Al preguntarle ¿por qué no tiene celular?, el profesor responde que él debió nacer en la Edad Media porque para él esos aparatos son una atadura que esclaviza y que lo priva del contacto presencial con el otro. En ese sentido, la calidad de vida del profesor Eduardo Domínguez no se ve afectada, sino por el contrario beneficiada, por la no tenencia de un celular.
Sin embargo, para el Índice de Calidad de Vida que mide el Dane, la tenencia de un celular es un factor que influye positivamente en la calidad de vida de las personas. Claro, el profesor Eduardo no siente la necesidad de un celular, pero en zonas rurales donde los campesinos no podían comunicarse con el pueblo más cercano para asuntos básicos sino hasta el día en que bajaban a comerciar, el celular sí que puede representar un aporte al mejoramiento de las condiciones de vida de estas personas.
Pero estos dos casos anteriormente presentados no dejan de ser muy específicos. Puede argumentarse que un celular permite la comunicación entre personas sin importar la distancia y que, incluso, los más tecnológicos posibilitan el acceso al universo de información de Internet. Que son una herramienta de trabajo; que facilitan el contacto digital con otros… en fin, decenas, centenares de argumentos para mostrar las bondades del celular y su relación con la calidad de vida; sin embargo, ¿conviene que el gobierno tenga en cuenta este indicador, al fin de cuenta materialista, para determinar la calidad de vida de una sociedad?
El profesor Eduardo Domínguez plantea que estos índices buscan homogeneizar lo “confortable”, basado en los parámetros que dicta la sociedad de consumo y el mercantilismo en la resolución de aspectos prácticos de la vida, como comunicarse con una persona que no está cerca físicamente. Pero, evidentemente, son indicadores materialistas que en poco se preocupan por algo más integral como el “bienestar” o la “felicidad” del ciudadano, del ser humano.
Son estas encuestas que miden la calidad de vida las que, se supone, sirven de insumo al gobierno para tomar medidas respecto al mejoramiento de las condiciones de los seres humanos que integran su territorio. Por lo tanto, basarse en criterios enteramente materiales, lo único que nos conduce es a reproducir sociedades sustentadas en el hacer para tener que «me permite» ser y no en el ser para hacer y luego obtener.
Hace pocos días, en el marco del II Congreso Otro Mundo, organizado por la Colegiatura Colombiana, visitó a Medellín el psicólogo, economista y directivo del Instituto del BienEstar de Chile, Wenceslao Unanue, quien planteó la necesidad de un cambio en la medición de la calidad de vida en nuestras sociedades.
En sus palabras, “es tremendamente necesario un cambio porque hemos estado acostumbrados a medir el progreso por lo material y cada vez hay más evidencia de que lo material es un determinante, pero hay otros determinantes que no estamos acostumbrados a medir como la confianza, las relaciones significativas, la libertad, la generosidad o el altruismo y esos elementos deben estar incorporados en las políticas públicas para que sean indicadores claros de desarrollo”.
Si bien, plantearse un índice de la felicidad puede resultar complejo en el sentido de que la felicidad tiene mucho que ver con una decisión personal; también es imperante que los gobiernos y las organizaciones creen ambientes propicios para el desarrollo de seres humanos libres y felices. El fortalecimiento de los valores, la riqueza de nuestras relaciones y nuestras conversaciones, son factores que inciden en el bienestar de las personas y, por lo tanto, deben ser también factores tenidos en cuenta por los gobiernos.
El escritor Eduardo Galeano, recientemente fallecido, proclamó a finales del siglo XX el derecho a soñar como aquel que, aunque no consagrado en los derechos humanos de la ONU, es una fuente vital pues sin éste, “los demás derechos se morirían de sed”. En ese mismo planteamiento, Galeano se aventuró a soñar un mundo ideal, un mundo donde, por ejemplo, “los economistas no llamarán nivel de vida al nivel de consumo, ni llamarán calidad de vida a la cantidad de cosas”.
Vale la pena soñar con gobiernos que midan la calidad de vida más allá de las posesiones materiales. Vale la pena soñar con administraciones y organizaciones que piensen en el bienestar integral de sus miembros. Deliremos con que la felicidad también sea una búsqueda de los gobiernos. Pero, tengamos en cuenta que, para lograrlo, primero debe ser una búsqueda de las personas.
Columna publicada el 22 de mayo de 2015 en el periódico El Mundo.