Pequeñas gotas amenazaban con ser la antesala a una lluvia constante, de esas que no paran en toda la noche. Era plena hora pico y en la estación Envigado del Metro, a la altura de Sofasa, parecía imposible montarse en un taxi. No porque no hubieran “amarillos” disponibles, sino porque se daban el lujo de elegir sus carreras.

Al primero de ellos me monté junto a mi pareja, indicándole una dirección. Ya habíamos acomodado una serie de paquetes que nos tenían encartados cuando el señor conductor atinó decir que nos bajáramos porque no hacía carreras por direcciones; luego le dimos la referencia de un lugar cercano y se negó porque, según él, “no, es que yo no conozco por acá”.

Al ver que ningún taxista se acercaba a la zona contigua a las escaleras del metro, caminamos a una especie de acopio donde, en fila, se hacen los taxis a esperar su turno para recoger los pasajeros. Nos aproximamos al primero de ellos, que estaba encendiendo su taxi, y ni siquiera nos miró. Por la puerta del conductor le toqué el brazo para preguntarle si estaba disponible y arrancó el vehículo diciendo tajantemente “¡No!”, aunque iba solo.

Luego vino el tercero, que llegó con la pregunta incómoda “¿para dónde van?”. La dirección, a unas pocas cuadras de calle jardín, zona céntrica de Envigado, no le interesó mucho al taxista. En definitiva, el asunto ya no era de suerte… algo malo estaba sucediendo… algo malo está sucediendo.

Aunque en Medellín y el área metropolitana la calidad del servicio no es tan mala como en otras ciudades del país, tampoco estamos ante un caso que sirva de ejemplo nacional. Cuando no es la música son las altas velocidades; tampoco faltan los que actúan de “perdidos” y aprovechan al turista o al desconocedor de una ruta para dar un par de vueltas más y así sumarse algunos pesos; todo esto se complementa con el lenguaje amenazante o intimidatorio, bien sea hacia otros conductores o hacia los mismos pasajeros.

Por supuesto, no son sanas las generalizaciones y también conviene destacar que existen taxistas amables, con vocación y con alta calidad en su servicio. Sin embargo, me atrevo a especular que Usted, apreciado lector, ha vivido más de un mal viaje en taxi o al menos una escena similar a las narradas previamente.

Entonces, ¿si me quejo de los taxistas por qué decido no utilizar a su archirrival mundialmente conocido: Uber? Básicamente, porque estamos hablando de un claro caso de competencia desleal en el que mi derecho a elegir una oferta de servicio público no debe pasar por encima de la legislación nacional ni del derecho al trabajo digno de miles de taxistas.

La discusión que Uber ha puesto sobre la mesa es la de la calidad del servicio y es sano que esto ocurra pues son evidentes las mejoras que el gremio amarrillo debe tener con respecto a la forma en como atiende a sus clientes. Sin embargo, la real discusión que debe afrontar esta empresa digital que funciona a través de su aplicación para teléfonos inteligentes es de legislación porque su actividad hoy es “pirata”, como lo afirmó recientemente Jorge Enrique Robledo en una carta al Ministerio de Transporte. “La piratería no deja de serlo porque se realiza mediante internet, tarjetas de crédito y una trasnacional”, decretó en la misiva el senador del Polo.

El gobierno tiene una tarea muy atrasada respecto a este tema, que ahora se delegó sobre el Vicepresidente Germán Vargas Lleras ante la apabullante quietud del ministerio a cargo. Por supuesto, no son justos los atropellos que han realizado los taxistas, especialmente en Bogotá, a usuarios de Uber. Pero tampoco es justo que este gremio compita con vehículos particulares que no pagan seguros, ni impuestos, y que tampoco deben comprar un cupo que es más caro que el mismo taxi.

Aunque por ahora sea “piratería”, Uber no deja de ser una apuesta interesante e innovadora. El traslado de muchas de las actividades de nuestra vida cotidiana al mundo digital siempre tiene momentos de traumatismo, recordemos el caso de la plataforma de videos YouTube, que después de muchas disputas creo la plataforma Vevo, donde los artistas y sus casas disqueras comparten su música y videos de forma legal, recibiendo los beneficios que antes quedaban solo en manos del gigante audiovisual de internet.

Es necesario que los taxistas mejoren su calidad en el servicio y que la legislación nacional se adapte a las nuevas posibilidades ofrecidas desde el mundo digital –no que se adapte a Uber, que es muy diferente. Por lo pronto, aunque renegando algunas veces, yo seguiré montando en taxi.

Columna publicada originalmente en el periódico El Mundo el 24 de septiembre de 2015.