Columna sin argumentos… para quien no los quiera ver.
Mi sobrino es, desde hace poco, un soldado más del Ejército Nacional de Colombia. Está prestando servicio militar.
La última vez que hablamos sus planes a futuro eran muy diferentes. Me dijo que quería venirse a vivir a Medellín porque sentía que en su ciudad natal –que también es la mía, Armenia (Quindío)– no tenía suficientes oportunidades. También me dijo que quería trabajar porque no tenía dinero para ir a la universidad y si le quedaba tiempo, haría algún curso en el Sena.
Hoy tiene el camuflado puesto y su vida está reclutada en el Batallón Cisneros. No está allí en contra de su voluntad, pero sí dejando en incertidumbre a mi hermana que, como toda buena madre, quiere lo mejor para sus hijos.
De acuerdo con un Informe de la Defensoría del Pueblo sobre servicio militar obligatorio publicado en 2014, en promedio, más del 80% de los jóvenes incorporados como soldados en el 2013 hacían parte de los estratos socioeconómicos 0, 1 y 2. En estos tres años no creo que las cifras al respecto hayan cambiado sustancialmente.
Recuerdo a Silvio Rodríguez que en su “Canción en harapos” dice “desde un mantel importado y de un vino añejado se lucha muy bien (…)”. Y pienso…
Pienso en el momento actual que vivimos en Colombia; en la vida de mi sobrino; en la vida del hermano de nuestro medallista olímpico Óscar Figueroa, el sargento segundo del ejército, Wilson Arley Figueroa; en los soldados del país; en las madres que los esperan sanos y salvos…
Rechazo la guerra y punto. Me distancio de las voces que especulan que la firma del acuerdo final con la guerrilla de las FARC será la generadora de “nuevas violencias” y parto de la base de que la desmovilización de este ejército irregular, significa la desaparición de uno de los actores armados más violentos del conflicto colombiano y, por lo tanto, un paso en la dirección correcta hacia la terminación de la guerra. ¿Por qué querer, entonces, ser vidente y azuzar odios?
Desoigo discursos grandilocuentes cargados de hecatombes; me resisto a falsas resistencias pacíficas que infunden la rabia y que no creen en la reconciliación ni como fin, ni como medio, ni como nada; me siento parte de una generación capaz de superar sus rencores y de reconstruir un país sin tanta polarización y sin tantas ganas de matar y sin servicio militar obligatorio.
No quiero que mi sobrino muera en la guerra y la reducción en un 94% de la muertes de combatientes en el último año según el CERAC es una cifra que me regala esperanza. No quiero un país en guerra. Por eso, voto sí.
Nota de cierre: uno, no creo que todos los que quieran votar el no en el plebiscito deseen la guerra. Dos, más que por un discurso argumental, me decanto por la poesía y recuerdo a César Mora cantando “¡qué pereza la guerra!”… y qué pereza hacerla más larga.
Columna publicada originalmente en el periódico El Mundo, el 11 de agosto de 2016.
Imagen: thierry ehrmann Flickr