Les contaré una intimidad. Recientemente tuve una discusión con una persona muy allegada a mí. Los dos teníamos posiciones diferentes respecto a un suceso y yo, parado desde mi orgullo y mi ego, no estaba dispuesto a ceder. Quería seguir la confrontación; tenía rabia y, a pesar de saberme equivocado, me rehusaba a detenerme y pedir perdón.

Con mi máximo esfuerzo me quedé en silencio unos minutos que me sirvieron para reflexionar y, poco a poco, ir soltando mis certezas. Le abrí espacio a que el perdón naciera de mi ser y fuera fluyendo como cuando se abre la llave del agua… primero lento y escaso, para luego ser más fuerte y abundante.

Confesémoslo, pedir o dar perdón no es fácil. No es gratuito que grandes líderes espirituales e intelectuales en la historia humana concedan a quien pide perdón o a quien perdona, dones que van desde la valentía o la gallardía hasta privilegios como la liberación o la ascensión.

Sin embargo, en Colombia diferentes conductas y referentes sociales nos demuestran que somos una sociedad a la que, en términos generales, se le hace difícil tanto perdonar como pedir perdón. Veámoslo a partir de algunos ejemplos:

Que en nuestro país hayan nacido y germinado con tanto éxito las estructuras paramilitares, que se originaron por la sed de venganza ante las acciones delictivas de la insurgencia, es una muestra de ello.

Que en los taxis de la ciudad veamos calcomanías del que tal vez sea el colombiano más reconocido en el mundo, Pablo Escobar, nos muestra que aún cala en parte de nosotros esa figura de “el patrón”, macho orgulloso que soluciona los problemas con la violencia y la amenaza.

Que nuestro “gran colombiano” sea un hombre cuyo estilo, alabado por demás, sea el del terco y alebrestado que no reconoce ni un solo error y que “no se deja de nadie”, nos pone de manifiesto que aquí el altanero tiene más respeto que el humilde, al que llamamos despectivamente “arrodillado”.

Incluso las Farc, que están conformadas por colombianos –duélale a quien le duela–, son la evidencia perfecta de lo difícil que se nos hace reconocer nuestros errores y soltar nuestras certezas. Sólo con la visita de las comisiones de víctimas a la Mesa de Negociaciones en La Habana (Cuba) se escuchó un poco contundente “perdón” que, a pesar de su languidez, planteó la esperanza de que sí es posible reconciliarnos.

No nos vayamos tan lejos. Fijémonos en nuestra vida cotidiana… en el caso particular que me sucedió y que les comentaba al inicio. También se nos hace difícil pedir o dar perdón en nuestras relaciones, incluso con las personas que amamos.

Pero, tal y como lo han dicho los más grandes seres humanos que han pisado esta tierra, en el perdón es en donde encontraremos nuestra grandeza como seres humanos. En el perdón, colombianos, es en donde encontraremos nuestra grandeza como nación.

Si realmente el gobierno quiere que “nos preparemos para la paz”, debe empezar por generar acciones en las regiones para desmontar ese perjudicial culto al altanero y, por su parte, posicionar el respeto y la admiración para quien ofrece y recibe el perdón como acción de vida. Como una acción de valientes.

Y resulta necesario que también esa transformación nazca desde nuestros espacios personales. Que el comedor de cada casa se convierta en la mesa de negociaciones de cada hogar, donde tengamos la habilidad de soltar nuestras certezas, reconocer nuestros errores y ponernos en los zapatos del otro. No es fácil, lo sabemos. Pero, si tan humano es errar, más humano es perdonar.

“Pido perdón y perdono”. Tenemos el reto de practicarlo más a menudo, especialmente en nuestro país, donde estamos llamados a perdonar lo “imperdonable”.

Nota de cierre: que alguien me explique ¿qué derechos de los niños se vulneran con la adopción por parte de parejas homosexuales? Si se refieren a “crecer en un ambiente sano”, respondería que resultan más sanos muchos hogares homosexuales que conozco que muchas casas heterosexuales donde prima el machismo y la violencia de género.

Columna publicada el 11 de marzo de 2015 en el periódico El Mundo.