Cuando veo un partido de la Selección Colombia la efusividad tiende a convertirme en un energúmeno. Le grito a los jugadores, peleo con el árbitro y celebro los goles como si estuviera en la cancha. Claro, sé que no está bien acompañar el grito con una grosería cuando pierden la pelota, ni tampoco recordar la mamá del árbitro con escasísimo afecto… pero tengo la plena conciencia de que solo tengo en frente una pantalla y que mis gritos son escuchados por mí y en muy pocos casos, por el grupo de personas que ve el partido conmigo. Sí, prefiero la soledad o un círculo muy cerrado de amigos para ver el fútbol.
El último partido de “la tricolor” en la Copa América, ese que perdimos amargamente en los penaltis contra Argentina, fui a verlo en un escenario público. Ese viernes, vi grandes cantidades de personas luciendo con orgullo la camiseta de la Selección Colombia que es, de lejos, el máximo símbolo de identidad nacional en nuestro país.
Antes de empezar el partido todo era alegría. Las personas a mi alrededor departían tranquilamente; esperaban con ansias ver a sus máximos representantes ante el mundo en la cancha. Sin embargo, empezó el partido y la tensión llegó a niveles inusitados. Nadie podía levantarse, ni para ir al baño, porque de inmediato una lluvia de “¡oe!”-acompañada en algunos casos por botellas plásticas, latas, entre otros objetos-, caía sobre el “atrevido” que obstaculizara, así fuera por un par de segundos, la pantalla.
Un borracho creyó que era heroico levantarse para ver el partido de pie y de inmediato fue abucheado por una masa ante la cual parecía dispuesto a enfrentarse. Agarraba su camiseta como un guerrero de mil batallas y la estiraba para demostrar su hombría. Una mujer que lo acompañaba tuvo que tirarlo al piso antes de que una horda aplacara todas las pretensiones de imbatibilidad del tembloroso y rabioso sujeto. Y ni qué decir de “las chimeneas”, a quienes les importa muy poco que hayan personas a su alrededor, y lanzan su humo como si se tratara de un sahumerio con el que se purificaran las almas circundantes…
En fin, llegó el momento de los penaltis. La tensión estaba en su punto máximo y eso no solo se notó en el terreno de juego. En el espacio público en el que yo sufría el partido, ya empezaban a caldearse los ánimos. Algunos querían ponerse de pie para ver los disparos desde el punto blanco mientras que otros, los que estaban más atrás, pedían a los primeros que se sentaran. Ya ni siquiera los penaltis importaban. La pantalla pasó a un segundo plano para darle rienda suelta a los reclamos, luego a los insultos y, por poco, a la “trifulca”.
Perdimos… y se acabaron todos los ánimos. Hasta de pelear. A una de las mujeres involucradas en una de las disputas le escuché decir entre risas: “¿con quiénes eran con los que estaba peleando?”, ya sin tono violento y como buscándolos para pasar la pena de la eliminación de la cita continental, juntos.
Este escenario, que nos parece tan natural, coloquial y hasta gracioso, una “colombianada” más, no es más que la demostración de nuestra falta de cultura ciudadana. Somos incapaces de ponernos en los zapatos del otro y por eso hacemos lo que se nos da la gana, como fumar alrededor de no fumadores. Estamos tan orientados a nuestro bienestar particular que por eso nos ponemos de pie sin importar si el otro ve o no. Somos felices abucheando o linchando. Y esa pasión caribeña que nos caracteriza es tan festiva como peligrosa, porque hasta manifestaciones tan simples como insultar una pantalla, nos demuestran qué tan fácilmente podemos desbordarnos ante la efusividad de un deporte tan vibrante como el fútbol.
En el partido contra Brasil, el que ganamos por 1 a 0, tres personas murieron en riñas en Cali, en Medellín un niño fue asesinado durante los festejos y en Bogotá dos menores resultaron heridas por balas perdidas. Si esto mismo iba a suceder frente a Argentina, ¡bienvenidos los disparos desviados de Muriel y Murillo!
Los colombianos necesitamos mirarnos más a nosotros mismos y buscar nuestro mejoramiento ciudadano, que sin duda se verá reflejado en nuestro crecimiento como nación. Once jugadores no solo nos deben unir en torno a una camiseta, licor y peleas. Estos colombianos y, en general, nuestros deportistas, nos demuestran que sí podemos lograr importantes resultados; que sí podemos unirnos en torno a un objetivo; que sí podemos trabajar en equipo y que sí podemos creer en nuestro país. Qué bueno sería que les demostráramos a ellos que sí podemos encontrarnos en paz, disfrutar con moderación y celebrar sin matarnos…
Columna publicada originalmente el 2 de julio de 2015 en el periódico El Mundo de Medellín.