Mucho gusto Walter
La primera vez que lo vi pensé que en el eventual escenario de encontrármelo mientras caminaba en la calle, hubiera ido más rápido o me hubiese cambiado de acera. Su aspecto físico reunía todas las condiciones que, en nuestra sociedad, determinan una amenaza. Joven, con una camiseta de un equipo de fútbol, descuidado en su aspecto físico y sucio, tanto su vestimenta como su cuerpo. Identificable, sin mucho reparo, como un habitante de la calle.
Esa noche cargaba una bolsa blanca que, si mantenemos la mirada prejuiciosa, podría contener droga o armas. Su mirada era intimidante, pero no lo suficiente para ser violenta. Estaba sentado en el piso con otro grupo de hombres y mujeres que viven en la calle. Ellos se congregan en Barrio Triste, diagonal a la Iglesia del Sagrado Corazón de Jesús en el centro de Medellín, para escuchar a los miembros del Ministerio Pan de Vida, organización cristiana que, sin falta, cada martes a eso de las 7:30 p.m. les comparte alimento espiritual y físico.
Esa noche, por primera vez, acompañé al grupo religioso en su ritual. Al terminar el momento de la oración me acerqué a ese joven intimidante, casi que como un reto personal a los prejuicios. Se mostró asequible a una entrevista; además, según él, no era su primera vez atendiendo a la prensa. En ningún momento pidió dinero a cambio de sus palabras.
Antes de empezar a grabar me mostró lo que tenía en la bolsa blanca. Sacó un cuaderno, una serie de colores y una revista. Abrió la revista, dedicada al grafiti, y mostró las fotografías de algunos de los grafiteros que habían pintado los muros del deprimido en la avenida San Juan, a la altura del Edificio EPM. Se presentó también como grafitero y abrió su cuaderno para mostrar algunos de sus bocetos. En su mayoría, trazos de colores sin mucho sentido. Luego, me invitó a ver su obra, en una pared vecina a la Iglesia del Sagrado Corazón. Era una mancha negra, pintada con un pincel. Él describió su obra como la imagen de la Virgen y, a su lado, firmó con letras, también pintadas con pincel, el nombre “Walter”.

Empezamos a conversar, con grabadora en mano. Se muestra entusiasmado.
-¿Hace cuánto llegaste acá, a vivir en la calle?
–Yo me llamo Walter. En la calle llevo mi tiempito, llevo mis añitos. Pero, también tengo mi familia y todos los días voy donde mi mamá.
-¿Y dónde vive tu mamá?
–No, mi mamá vive en Granizal, pero ella tiene negocio en el centro. Yo voy es al negocio. O también voy a la casa, de vez en cuando.
-¿Y por qué prefieres estar en la calle?
–Por el vicio.
-¿Y qué vicio consumes?
–Sacol.
-¿Y qué tiene el sacol?
–Un sabor elegante. Al decirlo, ríe con naturalidad.
Su rostro ya no era para mí el de un posible ladrón, sino el de un ser humano. Uno de los más de 3.000 seres humanos que habitan la calle en Medellín[1].