Un pegante que no solo pega zapatos…

La adicción es la esclavitud. Ser adicto es depender y crear una necesidad inminente que busca frecuentemente ser atendida. Es la prisión construida por la satisfacción de una emoción fulminante que no se sacia, sino que cada vez exige más. Y más. Y más.

Tener una adicción es como caer a un abismo profundo que parece no tener final. La caída continúa mientras la posibilidad de regresar a la superficie se aleja cada vez más. Es una batalla contra sí mismo, quizá contra lo peor de sí mismo; una guerra contra el instinto; un golpe de Estado; un desconsuelo; una insatisfacción permanente; una desilusión; un dolor de saberse incapaz del autogobierno.

Walter reconoce que lo que lo tiene en la calle es el “vicio”. La aparente sensación de libertad, el sentirse dueño de su propio destino y no tener que rendir explicaciones de lo que hace y no hace con su vida no es más que un valor agregado al hecho de vivir en la calle. La esencia, la verdadera razón de preferir las calles, está en el hidrocarburo volátil que entra a sus pulmones y se propaga a su sistema nervioso.

De la manga del saco sale un tarro de plástico pequeño. Su contenido amarillo, casi seco, está adherido a las paredes del recipiente. Con los dedos de su otra mano, Walter acerca el contenido hacia la superficie, sin sacarlo. Lleva el orificio de salida del tarro a la boca. Adopta una posición de flautista, solo que aquí, en vez de salir aire que produce notas musicales, entran bocanadas químicas que hacen que en su mente suene lo que no tiene sonido.


La casa en la que Walter podría vivir tiene dos pisos. En el primero vive su hermano Luis Alexander, con su esposa embarazada y un señor de la religión a la que pertenecen, al cual le dieron posada sin pedir nada a cambio desde hace ya varios meses. En ese piso está la habitación, disponible para cuando Walter quiera regresar a casa.

La espera a que esto suceda ha sido tan larga que, hoy por hoy, esta habitación está convertida en el cuarto de los chécheres, donde Luis Alexander, que sabe reparar televisores, guarda viejos cacharros que ya no sirven, pero de los que saca algunos repuestos. En el segundo piso de la casa donde Walter podría vivir, están su mamá y Viviana, que ahora ya es toda una mujer casada, con esposo e hija.

Cuando Walter y yo fuimos hasta su casa, en el barrio Granizal, solo estaba Luis Alexander, en pantaloneta, sin camiseta y fumando un cigarrillo, mientras jugaba en Facebook a tener una granja. Interrumpió su juego, se puso una camiseta, terminó de fumar y empezamos a conversar sobre la niñez de Walter, sobre toda la situación familiar que lo llevó a las calles y sobre las posibilidades de que él regrese a casa. Le pregunto a Luis:

-¿Qué le diría a Walter?

-Que trate de cambiar, que sea un ejemplo pa’ las demás personas, pa’ los mismos habitantes de la calle, que digan: “vea este fue aquí habitante de la calle y vea cómo está ahora, es estudioso y tiene un futuro por delante”. Ese es el mensaje que le puede dar uno al hombre.

Luis mira a su hermano a la cara. Walter solo alcanza a musitar un frío y desentendido…

-¿Qué…?

Luego, como si las palabras de su hermano le hubieran llegado tarde, replica:

-Y si uno de esos dice: “no, este ¿por qué se fue?”. Suspende su escenario imaginario con una risa pícara. “Este por qué se fue pa’ la casa y nos dejó aquí”. Tal vez unos se ponen contentos, porque tales, pero hay unos que dicen “Walter si es hombe, dejo la calle pa’ irse pa’ la casa. Noooo qué miedoso”.

Luego de contar la historia de un muchacho conocido como “el care”, uno de los que dejó la calle y por esto se ganó el derecho a ser recordado como “miedoso, chunchurria y maricón”, le increpo a Walter:

-¿Te da miedo que digan eso de vos?

-Miedo no, responde con tono desafiante. Que digan lo que tengan que decir. Que digan lo que les dé la puta gana. Acaso es mi hermano, acaso es mi primo…

Y entonces, ¿por qué no volvés a la casa?

-Por el vicio, porque eso lo jala mucho a uno. El vicio lo jala mucho a uno.

A Walter el sacol lo tiene pegado a las calles.

¿Qué necesitas pa’ dejar el vicio?

-Droga. Un manicomio. Vuelve la risa. ¿Qué necesito yo pa’ dejar el vicio? Drogas y encerráme en un manicomio porque yo si no soy capaz. Ríe otra vez. Encerrame en un manicomio así con trapos, así amarradas las manos. Que no coja nada. Que se me borre el “casé”.

-¿Por qué necesitas que se te borre el casette?

-Porque en un manicomio, ya del tiempo que uno lleve en un manicomio, se le borra todo… el nombre de uno, qué vicio tiraba y ya. Porque vea, le dan droga a uno, ¿sabe que son drogas? Pastillas, inyecciones, todo eso. Y uno sí, uno sí lo deja.

Como si tuviera una gran idea, menciona:

-O yo sé cómo también dejar la calle y dejar el vicio. ¿Le digo?, enterrándose un cuchillo en la nuca. Jajajaja.

Su risa tensiona el ambiente.

-¿Vos has pensado en esa forma?

-No, qué mie… yo no soy tan, tan loco.


Las decisiones en la vida siempre traen consecuencias. Algunas de esas decisiones las tomamos sin pensar o incluso, guiados por un instinto casi animal. Esas mismas decisiones, que pueden ser influídas por actores externos que afectan el juicio, como el licor o las drogas, siempre tienen una reacción que no siempre estamos preparados a afrontar…